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OPINIÓN Y ENFOQUE | ENTRE LA VIOLENCIA Y EL CORONAVIRUS

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Siempre que publican estadísticas comparativas entre las muertes por homicidio doloso y por COVID-19 para destacar que las causadas por la pandemia son infinitamente menores, en verdad que me contraría. Y es que no hay comparación.

Me explico:

Me decía (ingenuamente) un amigo “¡Sorry, son muertes!” y sí, si lo vemos de manera simplista por el resultado, que finalmente es irrelevante para efectos de comparación. Y aquí es donde digo: ¡Nomás faltaba que hubiera más muertes por COVID-19 que por violencia!, en verdad que estaríamos fregados.

Las enfermedades se propagan por efectos naturales (no voy a entrar a polemizar con teorías conspirativas) y, naturalmente, la naturaleza es ayudada por la negligencia e irresponsabilidad de la gente para que esa propagación se convierta en una epidemia y luego escale a pandemia. Esto es, la mayor parte de los contagios no ocurren como actos de violencia, sino de simple contacto social.

Aclaro que cuando una enfermedad se contagia a propósito es delito y además doloso. De otro modo si el contagio fuere tratado como delito culposo ya estaríamos todos en la cárcel precisamente por delito de esa naturaleza (imprudencial) debido a nuestra propia negligencia.

Entonces, el punto de mi comentario sobre la comparativa que se hace entre las muertes por COVID-19 y las muertes por homicidio doloso no solo son absurdas, sino ni siquiera caben en ser comparadas, puesto que la causal intencional de ambas es distinta, una dolosa o sea con ánimo de dañar y la otra totalmente imprudente, vamos, inclusive sin saber, circunstancia que ocurre en la mayoría de los casos.

Por otra parte, en las muertes por homicidio doloso, siempre hay intención, por tanto, son producto no de un contacto social involuntario, sino una conducta claramente motivada por la intención de que el resultado ocurra, es decir, la muerte de la víctima. En el caso del contagio de una enfermedad esa intencionalidad no existe, y si existiera, cabría entonces en el primer supuesto. Por tanto, el punto de no comparación subsiste.

Ahora bien, si cupiera un punto de comparación, mejor sería confrontar las muertes por COVID-19 contra los homicidios culposos (imprudenciales) y tal vez esa estadística sería más congruente.

Bien, queda establecido mi punto de comparación donde queda claro que no hay comparación ¡ja ja ja!

Es importante definir si en algún momento, pudiere haber, en algún recóndito lugar de la esencia humana, un factor en común que pudiera unir a los homicidios dolosos con los contagios de ésta y cualquier otra enfermedad y los homicidios culposos, y las lesiones, y los actos de violencia en general, y los crímenes de odio, etcétera.

Y sí lo hay, penosamente. Más que punto de equiparación es, más bien, un factor común: la educación.

Es muy desalentador salir a la calle por alguna justificada razón, como comprar un medicamento o alimentos o a hacer algún trámite impostergable y encontrarse que la mayoría de las personas omite portar algún medio de protección y, encima, se burlan o critican o agreden de alguna manera a quien sí. ¿En serio les da vergüenza ponerse cubrebocas? ¿Les apena usar antisépticos? ¿Creen que protegerse y proteger a los demás es signo de debilidad? ¿De verdad creen que esto es un complot universal de fuerzas oscuras que tratan de dominarnos? ¿Piensan que un cubrebocas les roba oxígeno y que se van a asfixiar con su propio vaho?

He escuchado infinidad de excusas para no utilizar ningún medio de protección, al fin ¡di’algo nos hemos de morir!¿Esa es nuestra cultura? ¿de verdad?, ¿mediocres, testarudos, ignorantes, irresponsables, negligentes? ¿acomplejados?, de ser así, eso explica muchas cosas. Yo no acepto que los mexicanos tengamos que ser reconocidos así.

Se me vienen a la mente muchísimos ejemplos de las películas del cine mexicano de oro, donde la exaltación de lo mexicano es la pobreza, la sobajación, el machismo, la división de las clases sociales, la desesperanza, etcétera. Tenemos el mejor ejemplo de esta supuesta ¿cultura? en el personaje que fue votado para ocupar la máxima representación del país (me niego terminantemente a llamarle presidente, aunque lo sea, y menos señor, porque señorío no tiene). No obstante, reconozco que la imagen de la mediocridad es la que, hasta hoy, ha enamorado a sus fans. Le podrán llamar sencillez o humildad, empatía, pero la realidad es que se trata de la personificación de un fracasado, por un lado, y por el otro, del listillo que se las sabe de todas, todas, en fin, un tiranuelo.

Perdón si lastimo a los fans de figuras cinematográficas y telenoveleras. Sí, muy buenos actores y actrices, pero no creo que sus películas deban ser modelo a seguir, sino por el contrario, son retratos ilustrativos y útiles de un México que deberíamos dejar de añorar, el del mexicano acomplejado que sufre y es reacio a no acatar las reglas y a triunfar a puro “valor” o a que “la virgencita li’haga el milagro”. Documentalmente esas obras deberían ser valiosos acicates para no volver a ello en lugar de ser anheladas.

Sé que me odiarán, pero yo no pretendo dejar un legado de esa naturaleza, yo quiero que progresemos, que prosperemos y que seamos un país que deje sus complejos atrás.

De hecho, el triunfo de la mediocridad está sustentado en la esperanza de que el gobierno es el proveedor de bienestar. La ignorancia, vista de esta manera, es la que prolonga nuestras vicisitudes y desventuras.

El triunfo de la mediocridad, hoy por hoy, está logrando que por primera vez en décadas el pueblo mexicano se encuentre dividido y no haya acudido a su característica solidaridad ante una catástrofe como lo es el COVID-19. ¿Lo han notado? ¿No les inquieta?, estamos más divididos e inconformes que nunca.

Tal vez y solo tal vez, si fuéramos una sociedad mejor y más educada, tendríamos ciudadanos con un mejor control de nuestras emociones, entre ellas, un muy mal entendido orgullo y rebeldía ante las normas; tendríamos ciudadanos convencidos de que acatar las normas nos permite vivir mejor y que a la autoridad nosotros mismos la facultamos; tendríamos ciudadanos interesados en el autocuidado de su propia salud y de la salud de los demás; tendríamos ciudadanos informados y con los conocimientos y cultura suficientes para criticar, proponer y comprometernos, en lugar de solo criticar como lo hacemos ahora; y sí, tal vez, tendríamos una sociedad inteligente que eligiera ciudadanos para gobernarnos, sobre una base educada y no fundada en resentimientos y promesas fatuas e incumplibles sembrados por un candidato más inculto y más resentido que el resto. Tal vez no estaríamos tan divididos y encaminados el fracaso.

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Pablo González Olachea

Pablo González Olachea

Pablo González Olachea es licenciado en Derecho por la Universidad de Guanajuato, México. 1986.

* Máster en Dirección y Gestión Pública Local por la Universidad
Carlos III de Madrid. Granada, España. 2003.

* Especialista en Medicina Legal, Investigación Criminal y Policía
Científica. Universidad de Salamanca. España. 2003.

* Doctorante de Ciencias Políticas y Sociales. Universidad Mundial
campus La Paz, Baja California Sur. 2018. (Inconcluso)

* Más de treinta años de experiencia profesional en los estados de
Guanajuato y Baja California Sur, en áreas tales como consultoría jurídica,
administración pública, evaluación y control, responsabilidades de servidores públicos, análisis de contratos, investigación y análisis de información, desarrollo de proyectos, liderazgo, docencia y diseño normativo.

* Amplia experiencia docente universitaria en Derecho Constitucional,
Derecho Penal, Derechos Humanos y Garantías Constitucionales, Criminología, Administración Pública, e Investigación Jurídica especialmente en la Universidad Mundial, Campus La Paz, BCS y otras instituciones en el estado de Guanajuato.